miércoles, marzo 11, 2009

Unas miradas perdidas por Barcelona

En una entrada anterior hablaba sobre cómo la sub-ciudad -aquella que recorremos muchas personas mientras vamos metidos dentro del metro- se va transformando en la medida que avanza el recorrido. Hoy quiero referirme al trayecto inverso y contar a golpe de imágenes y reflexiones posiblemente inconexas, las miradas perdidas que me inspira este trozo de ciudad.

Justo a la salida de mi oficina hay un edificio cuya fachada es de un tipo de vidrio que durante el día evita que se vea hacia el interior pero cuando comienza a oscurecer -las horas en las cuales supuestamente la gente deja de trabajar- y se encienden las luces de cada cubículo, se pierde totalmente la privacidad y se pueden ver los gestos de las personas o las reuniones que se estén haciendo en el momento. Cuando por las noches paso frente a este edificio, me gusta imaginarlo como un panal -tanto por sus cubículos de color miel como por su forma geométrica- que durante el día está cerrado y por la noche, como un Gran Hermano, se puede ver sin restricción qué es lo que pasa en su interior.

Llego a la esquina y busco la parada del Bicing, un sistema de alquiler de bicicletas que en el papel es ideal para una ciudad como Barcelona, pero en mi realidad una oportunidad perdida. Llevo cerca de cuatro meses sin poder acceder a este servicio pues las estaciones siempre están vacías. Lo cual puede ser prueba de su éxito o demostración de la falta de previsión. Todo depende.

Como no me hago ilusiones en esperar que llegue una bicicleta, sigo caminando y paso por un parque muy grande. Pienso en la fortuna que tienen los niños que rodean este parque, pues en el medio de Barcelona contar con un espacio como este, es un privilegio. Sin embargo, mientras pienso en esto, me encuentro con un cartel que dice que ahí está prohibido jugar con el balón, utilizar bicicletas o caminar sobre el prado. Parece que estuviera prohibido todo lo que hace un niño y me da miedo pensar que con tantas normas estamos creando pequeños buenos ciudadanos antes que sencillamente niños, ni más ni menos, niños.

En la esquina de este parque hay un quiosco de revistas y hago mi correspondiente parada para "desinformarme" leyendo únicamente los titulares de prensa. Leo que Henry, el famoso jugador francés del Barça, ha dicho que "Cataluña no es España y eso hay que sentirlo" y entiendo la alegría de aquellas personas que han tomado como su consigna de lucha política esta diferencia: un extranjero famoso había entendido su posición. Me alegro por ellos. Pero no puedo dejar de preguntarme si acaso no hubiera dicho lo mismo de otra región donde, por razones principalmente económicas, estuviera jugando. Creo que todos los sitios son tan radicalmente distintos a los otros, que para poder conocerlos hay que sentirlos, y viceversa. A veces me da la impresión que para algunas personas ser catalán es únicamente ser hincha del Barça, querer la independencia de Catalunya y tener como única lengua materna el catalán. Sin embargo, cada vez estoy más convencido que esa es tan solo una forma de ser catalán y, posiblemente, una forma que deja de lado muchas otras cosas que pueden ser igual de valiosas o incluso mucho más.

Al lado del titular de prensa de Henry, leo en grandes letras amarillas en fondo rojo que no-se-quien le pidió a su hijo que se hiciera pruebas de paternidad, pues cree que el hijo de su nuera, es decir, su propio nieto, no es suyo. En otra revista veo que la pareja ya se hizo las pruebas y que sí, que el hijo sí es de él; fin de la historia: abuela e hijo feliz, madre ex-sospechosa. Al lado de estas dos noticias me entero, por enésima vez, que uno de los miembros del gobierno catalán está en desacuerdo con los otros dos (el actual gobierno está conformado por una coalición de tres partidos: un independentista, un ecologista y un socialista). Quizás este sea uno de esos casos donde la democracia y la tolerancia no significan gobernar conjuntamente con partidos diferentes, sino sencillamente, como partidos muy diferentes intentan conservar su cuota de poder a toda costa.

En fin, dejo el quiosco de revistas y me encamino hacia la calle más curiosa de mi recorrido: en la esquina hay una agencia inmobiliaria especializada en viviendas de lujo, luego un restaurante italiano y una tienda de ropa de deportes extremos y después, un prostíbulo. Sí, así como si nada, aparece un prostíbulo en el medio de un barrio residencial y conviviendo con comercios de todo tipo. Nada que ver con esas zonas degradadas de la ciudad con las que siempre he asociado esta actividad. Pero no es la excepción, en un trayecto de unos 80 metros hay dos prostíbulos "normales", uno de diseño y otro para homosexuales, en total cuatro prostíbulos que conviven con almacenes de "toda la vida" y casas de familias comunes y corrientes. Estos locales, los prostíbulos, están tan integrados dentro de la red comercial y residencial, que más de una vez he visto cómo del restaurante chino que hay en la misma calle sale un grupo de prostitutas para seguir su horario laboral al mismo tiempo que algunos hijos traen a sus padres a una residencia para ancianos que queda puerta con puerta con uno de estos locales, o mientras llegan del colegio los niños acompañados de su niñera. Esta diversidad me ha permitido caminar algunos metros con algunas de las trabajadoras de estos sitios; escuchar indiscretamente sus conversaciones e incluso oler los perfumes que utilizan.

Justo después de esta zona residencial-comercial, hay una gran calle donde hay muchas oficinas y donde pululan los Audi, Mercedes y Porsche último modelo. Aunque no soy muy aficionado a este tema, sí me causa curiosidad ver el interior de estos coches. Siempre ves cosas curiosas: el diseño del tablero, la cantidad de botones que tiene ahora el manubrio o el tamaño de las sillas. Una día, a eso de las 4 de la tarde vi que dentro de un Peugeot último modelo había dos hombres muy bien vestidos hablando y, por sus gestos, mostrando el uno al otro algo que tenían en las manos. Al pasar junto a ellos y fijarme en sus manos vi cómo, en un gesto rápido y absolutamente desesperado, uno de ellos, el que iba mejor vestido, hacía desaparecer bajo su nariz dos líneas de un polvo blanco que tenía muy bien alineadas sobre su iPod. No comments.

De este punto a la parada de mi autobús, todo es menos extraño, o al menos después de siete años así me lo parece: las calles están limpias y en su gran mayoría adaptadas para las personas ciegas, discapacitadas e indirectamente, para los padres que van con sus cochecitos de bebé por los andenes; la gente respeta el paso de cebra y los coches los semáforos; en la parada del autobús, y aunque no haya ningún bus, todos hacemos cola esperando que llegue, sin tener que preocuparnos por si alguien nos viene a robar.

Mientras espero pacientemente el bus que sale a la hora prevista, me alegra saber que estoy en una ciudad que por su tamaño y diversidad parece estar hecha para ser caminada y por su diversidad, para ser disfrutada.
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