jueves, enero 29, 2009

Buscando neuronas

Ahora esta de moda hablar de integración, inmigración, multiculturalidad, interculturalidad... y todas esas palabras con tantas silabas, que parece que nunca se fueran a acabar de pronunciar. Quizás por estar tan de moda esos términos tan abstractos y difíciles de concretar, afloran sentimientos igualmente complejos que apelan no a la razón, sino a elementos que tienen que ver más con nuestra identidad, y, por lo tanto, más viscerales: patria, nación, cultura, Dios... De todos ellos diría que podríamos tener alguna idea de lo que significan para nosotros, pero seguramente si la comparamos con la del vecino serán tan diferentes que alguna discusión -no siempre agradable- aflorará: cual es mi cultura, como defino mi identidad, donde acaba mi nación y que considero mi patria. Todos tenemos alguna idea de lo que eso nos significa, pero resultaría difícil de describirlas en su totalidad, pues en este tema como en ningún otro, el total es mucho más que la suma de sus partes.

Sobre la complejidad de definir nuestra identidad, hace poco me encontré una discusión en internet sobre el impacto social/cultural que tiene y tendrá que el 27% de los niños nacidos durante el 2008 en Catalunya al menos uno de sus progenitores es inmigrante. Como es de esperar, en una sociedad - y no me refiero solo a la catalana- donde la inmigración en los últimos 5 años haya sido calificada como una de las principales preocupaciones, este tema haya hecho aflorar opiniones para todos los gustos. Desde los radicales que pedían expulsión para los inmigrantes por el hecho de no haber nacido en esta tierra, hasta los que se alegraban de saber la mezcla de razas y culturas que se estaban dando. Entre todos los comentarios hubo uno que me llamó la atención puesto que no recuerdo haberla oído antes como argumento para defender lo “tuyo”. El comentarista venía a decir que lo primero es cubrir las necesidades de vivienda, salud y educación a los de la misma “sangre”*.

Supongo (y espero!) que la idea de "sangre" a la se referia este comentarista es que primero hay que atender a los “tuyos” -entendido en un sentido de familia y amistades- y después a los que acaban de llegar. Ante lo cual me reafirmo en la teoría en que el ser humano cuando se enfrenta a sus temores apela al dicho de “todos somos iguales, pero unos más iguales que otros”. Pero no quiero hablar de eso, pues considero que es una reacción natural y desafortunadamente habitual. Prefiero hablar sobre aquello que me da miedo: imaginarme que a lo que se refería este anónimo comentarista era que los derechos sociales se adquieren únicamente mediante herencia de sangre. Lo digo, pues repasando un poco los foros de internet donde se debaten estos temas, me doy cuenta que este, el de la sangre, es cada vez más frecuente.

Pensar que aunque cumpla mis deberes como ciudadano (trabajo, impuestos, espíritu cívico...) no se me otorgan todos los derechos que eso conlleva y sencillamente es un peaje para llegar a ninguna parte, me da miedo.

Me da miedo pensar que cuando leo que algunas personas piensan que "primero la sangre", se refieren al sentido estricto de obtener esos derechos por medio de una azarosa mezcla de cromosomas. Me da miedo pensar en los hijos de los hijos de inmigrantes que, como es mi caso, son fruto de una mezcla infinita de sangres de diversos orígenes, culturas y razas. En mi confluyen la sangre de mis antepasados negros, indios, españoles, libaneses... Algo me dice que para las personas que piensan de ese modo, esta mezcla de sangres me inhabilita para, que al mismo tiempo que cumplo con mis deberes, ser beneficiario inmediato de los mismos derechos que una persona con la "sangre pura".

Puede que esté condicionado por los medios de comunicación, pero no puedo evitar relacionar a las personas que piensan de esa manera con aquellos "personajes" que creen tener la sangre pura y van por la calle con la cabeza rapada, mirada desafiante y ropas oscuras. Quizás esté condicionado, pero también puede ser que mi instinto de conservación me esté diciendo que el gesto agresivo de esos "personajes", es sencillamente un acto de desesperación mientras buscan sus neuronas. Por eso es que cuando los veo buscando sus neuronas en la mirada de los demás, siento más miedo pues pienso que van a buscar sus neuronas, como si fueran monedas, en mi propia humanidad.

---

*He intentado buscar este comentario y que fue el que inspiró esta entrada, pero no lo encuentro.

miércoles, enero 14, 2009

Sobre las fiestas navideñas y la inmigración

Vivir fuera de donde has crecido y del entorno que ha configurado la forma en que enfrentas y observas al mundo, es una experiencia que con el tiempo es mucho más enriquecedora que dolorosa. En la mayoría de veces, la tristeza de los primeros meses o años por estar lejos de los "tuyos" parece no compensar la experiencia de vivir en otra cultura y ver el mundo desde otro punto de vista. Con el tiempo te vas dando cuenta que lentamente personas que considerabas como "otras" se han convertido en parte de los "tuyos"; además, en el plano personal, sin saber muy bien porqué, comienzas a sentirte menos extraño, e incluso, más adaptado a la nueva cultura. Ahí es cuando el hecho de vivir a kilómetros de tu nido, comienza lentamente a cambiar de signo. De la tristeza de la distancia, pasas a la riqueza que significa ver tu país, a los "tuyos" y a ti mismo con cierta distancia. A tu identidad le has sumado una nueva categoría: la de inmigrante.

Para los que emigramos buscando una nueva vida o persiguiendo sueños, hay fechas especiales que van más allá de lo estrictamente aprendido en tu infancia. Son una especie de rituales por medio de los cuales volvemos a nuestras raíces para reafirmar nuestra identidad a pesar de la distancia y del tiempo.

En estas fechas, al menos para la gran mayoría de latinoamericanos que conozco, nos gusta revivir las fiestas navideñas que vivíamos en nuestros países de origen: queremos rezar la novena -así se sea poco o muy creyente-, cantar villancicos, esperar que llegue el niño Dios. Una semana después, estamos esperando el año nuevo escuchando la radio a todo volumen esperando cantar "faltan cinco pa' las doce y el año se va a acabar", para después en medio abrazos y agüeros, desearnos un feliz año, mientras por la puerta entran y salen vecinos, amigos cercanos y lejanos e incluso muchos desconocidos deseando en diferentes tonos de voz y de embriaguez, el feliz año. Así es como recuerdo mis fiestas navideñas en Colombia.

Como es de imaginar, estas ruidosas costumbres pueden resultar agresivas para quien nunca las ha vivido y para quien su forma de celebrar el año nuevo, por ejemplo, es en torno a las campanadas que transmite el televisor y no en torno a un equipo de sonido, para luego seguir la fiesta en la mesa y no en la pista de baile. Dos costumbres tan diferentes que para mí me resultan imposible compararlas, sería como comparar el sol y la luna, pueden tener muchas cosas en común, pero son tan diferentes que uno no puede ponerlas en el mismo saco.

Es por lo anterior que creo que resulta complicado decirle a un inmigrante que lleva todo el año aprendiendo una nueva lengua, intentando transformar sus costumbres, tradiciones y creencias, que en estas fechas, cuando más necesidad tiene de reafirmar su identidad, decirle que no celebre estas fiestas pues son molestas según el patrón cultural de la tierra que lo acoge. Pero mucho cuidado, no estoy diciendo que se en aras de la integración y la tolerancia se le deba permitir todo al inmigrante con el fin que conserve su identidad. Por el contrario, también me hago el reclamo como inmigrante de entender esta diferencia. Es decir, por un lado reclamo al "nativo" intentar evitar que el inmigrante elimine sus tradiciones y rituales sin primero hacer un esfuerzo por comprenderlas, y, por el otro lado, me exijo como inmigrante a entender que Joe Arroyo a todo volumen entre las 3 y 5 de la mañana -por poner el ejemplo más simple- no siempre significa alegría, sino que también puede representar insomnio para los vecinos que no están acostumbrados.

En este juego de aprender a vivir juntos, creo que puede resultar práctico lo que alguna vez escuché en relación a lo complicado que puede resultar la convivencia: "nunca se le olvide que uno se casa con los defectos de la pareja, pues con sus cualidades, cualquiera se casaría". Lo que en últimas quiero decir es que en este proceso de integración no podemos pretender que lo único que veamos y toleremos, sean las cualidades del otro (la mano de obra, la sanidad gratuita...), sino que entendamos que esto es un matrimonio (inesperado, pero necesario para las dos partes) entre los nativos y los llegados y no es es una aventura de verano. Es un matrimonio para muchos años y si no queremos vernos la cara cada dos por tres delante de un juez para que nos enseñe a vivir juntos, debemos aprender a caminar con los zapatos del otro.

martes, enero 06, 2009

Gestos olvidados

Usted lleva alzado a su hijo recién nacido. Después de mucho esperar llega el autobús que lo debe llevar a la casa. Mientras se sube, los pasajeros lo miran con esa mirada de solidaridad y ternura que despiertan los bebes. Mientras ellos lo miran, usted con la mirada busca asiento -los brazos los tiene cansados y tiene miedo de caerse- pero no encuentra a primera vista. Decide quedarse de pie a un lado del pasillo para así molestar menos e ir más seguro. Un pasajero al ver la cara del niño durmiendo y su cara de cierto cansancio, decide preguntarle a la señora que va sentada en la silla destinada para estos casos, si se puede parar para dejarlo sentar. La señora en cuestión, de unos cincuenta años, tiene mucho cuidado con su vestir: lleva unos tacones altos -a mi parecer más de lo recomendable- que combinan perfectamente con su pantalón y las gafas. Se le ve un poco cansada y se puede entender, pues a sus pies lleva las compras de ropa de diseño que ha hecho durante el día. Cuando el pasajero le pregunta si le puede ceder el puesto para que usted se siente con su bebe y pueda descansar, pero sobretodo, para ir más seguro, la señora con la voz necesaria para que todo el bus la pueda escuchar le dice que "No. Estoy cansada y no quiero pararme. Si quiere deme el niño y yo lo llevo, pero no me paro". El silencio se apodera del bus y ante la pregunta de porqué lo hace, ella, en un gesto consciente y casi ensayado, da un argumento que hizo que el silencio fuera más grande "pues como se le ocurre que me pare, acaso cuando se suben niños me ceden el puesto?"... "es decir, que usted no lo hace -replica el pasajero- porque los niños no lo hacen?"... "¡Si, y qué!".

Ante esta respuesta, el silencio desaparece y todos los que oyeron las razones de la señora, no hacen más que recriminarla. Ella, inmutable, mira por la ventana. El tipo de comentarios y el tono fue variado. Como usted va cansado y teme que el bullicio despierte a su hijo, hace lo mismo que la señora, guarda silencio y mira por la ventana. Pero no puede evitar ver las miradas de los demás. Cuando lo miran a usted, siente la solidaridad y la incomprensión ante los argumentos de la señora. En cambio, cuando la miran a ella, ve claramente las miradas de reprobación ante su actitud, incluso, casi de desprecio. Las miradas, como un péndulo, lo miran a usted y la miran a ella. Eso si, en todo este intercambio de miradas, usted sigue de pie, el niño está a punto de despertarse y las personas que están cómodamente sentadas frente a usted, no dejan de comentar entre ellas lo que acaba de ver, e incluso le dejan saber a usted, con sus miradas y con un leve movimiento de la cabeza, "es el colmo que esto ocurra".

Mientras pasa todo esto, el autobús ha seguido su recorrido. Usted llega a su parada sin haberse sentado y con el niño entre dormido y despierto. Se baja con el corazón lleno de miradas solidarias ante su situación y con las piernas cansadas de estar de pie. La gente que estaba sentada, sigue su recorrido sin dejar de mirarlo y expresar su solidaridad por lo que acaban de vivir. Usted siente que la solidaridad es sincera, que están con usted y reprueban la actitud de la señora, sin embargo, como muchas veces ocurre, lo que usted necesitaba no era la solidaridad de miradas, usted necesitaba algo mucho más sencillo. Una silla para ir más seguro.

Al llegar a la casa, piensa que quizás la sinceridad de la señora que se negó a pararse es mucho más transparente que las miradas de las demás personas. Y te asustas. La respetas por su sinceridad, e incluso puedes admirarla por expresar su opinión tan abiertamente, pero no quieres ser como ella.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...