Me pregunto por qué me gustan los libros. Son cosas pesadas,
acumulan polvo y con el tiempo huelen a libro viejo. Son objetos estáticos. Lo
que aparece en ellos es inmune a lo que tú hagas, pienses o dejes de pensar.
Están y punto. Tú cambias. Ellos permanecen.
No sé, me imagino que me gustan cuando comienzo por n-sima
vez a leer Cien Años de Soledad y pienso que todo lo que podría pasar en el
mundo, ya está escrito en su primer capítulo. O soñar que todo lo que pasó en
la Ilustración fue posible gracias a una Mujer (en mayúsculas) llamada Genoveva
que empujada por su amor a Federico puso en contacto a Masones, Papas,
Filósofos, Brujas y Esclavos como lo cuenta Germán Espinosa en La Tejedora de
Coronas. Pero que en otro libro, El Signo del Pez, va más allá y plantea que la
religión católica es una estrategia de mercadeo soñada también por una mujer,
una elegante y culta prostituta para más señas.
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Creo que también me gustan pues me permiten descubrir que
las mujeres pueden ser tan generosas como la Genoveva anterior o tan
terriblemente ambiciosas como Catalina de Medici en La Reina Margot o como en Madame
Bovary. Pero también son ellas el motor que alimentan el corazón, la coherencia
y fuerza de Jean Valjean en Los Miserables de Victor Hugo, el mismo que
escribió El Último Día de un Condenado a Muerte y donde dice que “el que mucho
me insulta, poco me ofende” y el que en El Jorobado de Notredame describe los
preciosos ojos de Esmeralda. Todas ellas mujeres que al igual de Scarlett
O’Hara en Lo que el Viento se Llevó compiten con los gestos y fuerza de Agnes
en La Inmortalidad de Milan Kundera.
No sé. Sinceramente dudo que los libros sirvan para algo si
no para sentirte un absoluto ignorante de la historia y la literatura cuando
descubres la erudición de Jorge Luis Borges en cualquiera de sus cuentos o de
Germán Espinosa en cualquiera de sus libros. Una erudición que se une con un
profundo sentido estético en el uso de las palabras; una sensación igual a la
que se tiene entre manos un libro de William Ospina o Yukio Mishim este último
hace que la historia de amor más simple que sea posible imaginar entre dos
adolescentes, sea una verdadera obra de arte como lo hace en El Rumor del
Oleaje.
Me imagino que los libros me permiten entender que la
tragedia es aquello que todos los días sin saber cómo ni cuándo pasa al lado de
nosotros, la inmensa mayoría de veces sin que se fije en nuestro devenir, como
lo hace Philp Roth en su Pastoral Americana. O el sinsentido de la tragedia que plasma Albert
Camus en La Peste, el mismo que escribe esas inolvidables primeras frases de El
Extranjero: “Hoy ha muerto mamá. O quizá
ayer. No lo sé.”
Me encantan esos libros que una vez comienzan no quieres
soltarlos hasta que aparezca la contraportada como El Código Da Vinci, Burlando
a la Parca, Los Pilares de la Tierra, los primeros de Stephen King o muchos de
los de Frederick Forsyth. Libros todos ellos que me acompañaron en deliciosas
semanas de aislamiento del mundo. Pero que sin embargo, a
pesar del inmenso placer y alegría que me produjeron no dejaron más huella que
un vago y agradable recuerdo. En cambio lo que hizo Así Habló Zaratustra de Nietzsche
me marcó profundamente, y no solo por su contenido, sino que me ayudó a
entender que la filosofía también puede ser una novela. Aunque Kakuzo Okakura
también me mostró que una profunda filosofía puede ser inspirada en los
símbolos y ceremonias como lo hace en El Libro del Té.
O para que más sirven los libros si no es para debatir entre
amigos y enemigos que le encuentran de bueno a Javier Marías, Haruki Murakami, Laura Restrepo
–con excepción de Delirio- o a Las 50 Sombras de Grey. Aunque también esos
debates me ayudan a no olvidar que esas sanas discusiones no son puntos donde
enfrentar nuestros juicios y prejuicios, sino un largo camino donde el deber
que tenemos es aprender sin juzgar, como lo hace Ryszard Kapuscinski en Ebano o
Viajes con Herodoto.
Eso sí, cuando es de aventuras, no olvidar al Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la
Mancha, hidalgo personaje donde los haya que en el medio de sus locuras hace
profundas reflexiones precisamente sobre el poder de los libros y el poder de
las armas. Personajes como Ulises, quien mata a un cíclope diciéndole que él es
Nadie. Como olvidar Las Minas del Rey Salomón o Miguel Strogoff de Julio Verne.
O la referencia por excelencia de los detectives Sherlock Homes. Pero también
entender que los libros de aventuras no tienen que ser divertidos, ni mucho
menos buenos, como Moby Dick.
Entender La Historia del Mundo en Seis Tragos, no solo es posible
sino que también es un libro de revisión histórica de Tom Standage, que también
ayuda a entender que el mundo no es como lo vemos, sino como lo queremos ver
como también se intenta demostrar en Chaos de James Gleick, La Trama de la Vida
de Fritjof Capra o Sociobiologia de Edward Wilson. Libros en un primer contacto
que pueden parecer densos, pero cuando te les acercas descubres que tienen
mucho para ofrecerte. Son libros generosos con el conocimiento y sencillos en
su propuesta.
Los libros me han ayudado a descubrir que no son tan castos
como nos lo hace creer el cine, si no lean El Libro de la Selva y me dicen que
piensan del “inocente” Mogwli, o la profunda y sabia crítica social que se hace
en Los Viajes de Gulliver.
Los libros también permiten acercarse a la cruda realidad
que está en el otro lado del mundo como La Ciudad de la Alegría de Dominique
Lapierre, al hambre durante la Gran Depresión que se refleja en Las Uvas de la Ira de Jhon
Steinbeck –el mismo de La Perla y De Ratones y Hombres, dos libros que impactan
su final-, o también acercarse a tragedias más lejanas en el tiempo como La Cabaña del Tío
Tom, o el ya no tan famoso Raíces y su personaje Kunta Kinte. Leer libros como
La Violencia en Colombia de Fals Borda te da la sensación que la tragedia
humana se repite con patética similitud generación tras generación. Pero que
también los prejuicios cambian para seguir siendo los mismos como en Els Altres
Catalans, de Francesc Candel.
Como olvidar las enseñanzas de Animal Farm -somos iguales, pero unos más que otros- y 1984 -y su newspeak- de George Orwell, la erudición de Umberto Eco en El Péndulo de Foucault, pero el error de El Cementerio de Praga y la sabiduría oriental a la que te permite acercarte Hermann Hesse en Siddhartha y que luego te lleva pueblos perdidos en los alpes suizos en el casi desconocido Peter Camenzind. La tragedia convertida en un canto al amor en La Luz Dificil de Tomás González -donde en la primera página ya te anuncian que el hijo del que escribe se va suicidar- y El Olvido que Seremos de Hector Abad, donde la presencia del padre asesinado es lo que más se siente en todas sus páginas.
En fin. Sinceramente
no sé para que leo libros. Ni para que me gusta escribir o hablar sobre ellos.
Son cosas pesadas que acumulan polvo y con el tiempo huelen a libro viejo.